Cuento "Lejos de Caimancito"
De pronto me encontré solo en una habitación del centro de la ciudad. Sentía que extrañaba cada cosa de mi pueblo, de mi amado Caimancito. La casa grande, las caras conocidas, el olor de los naranjos en las tardes, mis amigos, la comida, todo. Pero pensaba que seguramente cuando arrancaran mis primeros días de clase me podría hacer de algunos amigos y salir de ese encierro que me agobiaba.
La pensión tenía muchas habitaciones, me es difícil recordar el color. Gris? beige? no se, todo parecía igual. Una sala común con sillones marrones de respaldo alto apolillados y sucios, acompañaban el olor a viejo y a humedad de todo el ambiente.
Mi cuarto estaba en el primer piso al final del pasillo. Era una habitación de cuatro por cuatro, de techos muy altos y pisos de madera que crujían apenas los pisaba. Una mesa con un mantel cuadriculado y la cama bajo la pequeña ventana que me conectaba con el limitado mundo de mi vecina de al lado.
Era una anciana de unos 80 años que vivía solo con su perro negro. Sus tardes, se basaban en regar las miles de plantas y tener charlas interminables con los enanos que decoraban su patio.
Fue un febrero agobiante, interminable. Los días pasaban mirando por la ventana. Parecía que el antiguo reloj de pared no se movía, pero cuando tocaba las doce corría para verla y ella estaba siempre ahí. Con su monótona vida, la misma deslucida ropa, el perro negro, conversando con los enanos del jardín.
Pero la noche del 24 de febrero mire por la ventana y ya no estaba ahí. Nunca más volvió a aparecer. Traté de no pensar en ello pero esa mañana el cuchillo oxidado que encontré con la inscripción de un jeroglífico con el número 1022 en romanos, el mismo de la casa de la anciana de al lado, me dijo que algo tenía que hacer y esa noche no pude dormir.
Después de varios días decidí ir a tocarle el timbre para ver si estaba bien, pero nadie contestó. Entonces fue que tomé valor, coloque el cuchillo en mi bolsillo y decidí saltar desde mi dormitorio al patio de la vecina para ver que estaba sucediendo.
Abrí la puerta del comedor y lo primero que pude ver fueron los ojos saltones del perro tirado a un costado sin fuerzas para levantarse, así que no tuve miedo de él. Entré al cuarto que daba a la sala principal, tenía en las paredes colgados todos espejos rotos. Con susto e incertidumbre me acerqué y cuando fuí a mirarme no me vi. Solo apareció la arrugada cara de la anciana, pero me dí vuelta y ella no estaba allí.
Sin pensarlo un minuto espantado salí corriendo. Y en la puerta me tropecé con el enano que como un centinela estaba parado en el medio del camino. ¿Quién lo habrá puesto allí?
En la pensión Josefa estaba mirando la novela de la noche. Me pregunto qué me ocurría.
Perturbado por la experiencia que había tenido le conté pero ella no paraba de reírse.
-¿Pero que estas diciendo? Maria estaba loca, decía que hablaba con los enanos de su jardín y se suicidó hace más de cinco años.
El micro a Caimancito salía a las diez de la mañana pero no quise esperar. Arme mi valija y me fui.
La pensión tenía muchas habitaciones, me es difícil recordar el color. Gris? beige? no se, todo parecía igual. Una sala común con sillones marrones de respaldo alto apolillados y sucios, acompañaban el olor a viejo y a humedad de todo el ambiente.
Mi cuarto estaba en el primer piso al final del pasillo. Era una habitación de cuatro por cuatro, de techos muy altos y pisos de madera que crujían apenas los pisaba. Una mesa con un mantel cuadriculado y la cama bajo la pequeña ventana que me conectaba con el limitado mundo de mi vecina de al lado.
Era una anciana de unos 80 años que vivía solo con su perro negro. Sus tardes, se basaban en regar las miles de plantas y tener charlas interminables con los enanos que decoraban su patio.
Fue un febrero agobiante, interminable. Los días pasaban mirando por la ventana. Parecía que el antiguo reloj de pared no se movía, pero cuando tocaba las doce corría para verla y ella estaba siempre ahí. Con su monótona vida, la misma deslucida ropa, el perro negro, conversando con los enanos del jardín.
Pero la noche del 24 de febrero mire por la ventana y ya no estaba ahí. Nunca más volvió a aparecer. Traté de no pensar en ello pero esa mañana el cuchillo oxidado que encontré con la inscripción de un jeroglífico con el número 1022 en romanos, el mismo de la casa de la anciana de al lado, me dijo que algo tenía que hacer y esa noche no pude dormir.
Después de varios días decidí ir a tocarle el timbre para ver si estaba bien, pero nadie contestó. Entonces fue que tomé valor, coloque el cuchillo en mi bolsillo y decidí saltar desde mi dormitorio al patio de la vecina para ver que estaba sucediendo.
Abrí la puerta del comedor y lo primero que pude ver fueron los ojos saltones del perro tirado a un costado sin fuerzas para levantarse, así que no tuve miedo de él. Entré al cuarto que daba a la sala principal, tenía en las paredes colgados todos espejos rotos. Con susto e incertidumbre me acerqué y cuando fuí a mirarme no me vi. Solo apareció la arrugada cara de la anciana, pero me dí vuelta y ella no estaba allí.
Sin pensarlo un minuto espantado salí corriendo. Y en la puerta me tropecé con el enano que como un centinela estaba parado en el medio del camino. ¿Quién lo habrá puesto allí?
En la pensión Josefa estaba mirando la novela de la noche. Me pregunto qué me ocurría.
Perturbado por la experiencia que había tenido le conté pero ella no paraba de reírse.
-¿Pero que estas diciendo? Maria estaba loca, decía que hablaba con los enanos de su jardín y se suicidó hace más de cinco años.
El micro a Caimancito salía a las diez de la mañana pero no quise esperar. Arme mi valija y me fui.
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